Aprendiendo del virus
Por:
Paul B. Preciado *
Publicado
en El País
28
de marzo, 2020
[*]
Paul B. Preciado (España, 1970) es un filósofo transgénero, destacado por sus
aportes a la teoría queer y la filosofía del género. Ha sido discípulo de Ágnes
Heller y Jacques Derrida.
Si
Michel Foucault hubiera sobrevivido al azote del sida y hubiera resistido hasta
la invención de la triterapia tendría hoy 93 años: ¿habría aceptado de buen
grado haberse encerrado en su piso de la rue Vaugirard? El primer filósofo de la
historia en morir de las complicaciones generadas por el virus de
inmunodeficiencia adquirida, nos ha legado algunas de las nociones más eficaces
para pensar la gestión política de la epidemia que, en medio del pánico y la
desinformación, se vuelven tan útiles como una buena mascarilla cognitiva.
Lo
más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y por tanto
mortal) es el objeto central de toda política. Il n’y a pas de politique qui ne
soit pas une politique des corps (no hay política que no sea una política de
los cuerpos). Pero el cuerpo no es para Foucault un organismo biológico dado
sobre el que después actúa el poder. La tarea misma de la acción política es
fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos de reproducción, prefigurar
las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo se ficcionaliza
hasta ser capaz de decir “yo”. Todo el trabajo de Foucault podría entenderse
como un análisis histórico de las distintas técnicas a través de las que el
poder gestiona la vida y la muerte de las poblaciones. Entre 1975 y 1976, los
años en los que publicó Vigilar y castigar y el primer volumen de la Historia
de la sexualidad, Foucault utilizó la noción de “biopolítica” para hablar de
una relación que el poder establecía con el cuerpo social en la modernidad.
Describió la transición desde lo que él llamaba una “sociedad soberana” hacia
una “sociedad disciplinaria” como el paso desde una sociedad que define la
soberanía en términos de decisión y ritualización de la muerte a una sociedad
que gestiona y maximiza la vida de las poblaciones en términos de interés
nacional.
Para
Foucault, las técnicas gubernamentales biopolíticas se extendían como una red
de poder que desbordaba el ámbito legal o la esfera punitiva convirtiéndose en
una fuerza “somatopolítica”, una forma de poder espacializado que se extendía
en la totalidad del territorio hasta penetrar en el cuerpo individual.
Durante
y después de la crisis del sida, numerosos autores ampliaron y radicalizaron
las hipótesis de Foucault y sus relaciones con las políticas inmunitarias. El
filósofo italiano Roberto Espósito analizó las relaciones entre la noción
política de “comunidad” y la noción biomédica y epidemiológica de “inmunidad”.
Comunidad e inmunidad comparten una misma raíz, munus, en latín el munus era el
tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la comunidad. La
comunidad es cum (con) munus (deber, ley, obligación, pero también ofrenda): un
grupo humano religado por una ley y una obligación común, pero también por un
regalo, por una ofrenda. El sustantivo inmunitas, es un vocablo privativo que
deriva de negar el munus. En el derecho romano, la inmunitas era una dispensa o
un privilegio que exoneraba a alguien de los deberes societarios que son
comunes a todos. Aquel que había sido exonerado era inmune. Mientras que aquel
que estaba desmunido era aquel al que se le había retirado todos los
privilegios de la vida en comunidad. Roberto Espósito nos enseña que toda
biopolítica es inmunológica: supone una definición de la comunidad y el
establecimiento de una jerarquía entre aquellos cuerpos que están exentos de
tributos (los que son considerados inmunes) y aquellos que la comunidad percibe
como potencialmente peligrosos (los demuni) y que serán excluidos en un acto de
protección inmunológica. Esa es la paradoja de la biopolítica: todo acto de
protección implica una definición inmunitaria de la comunidad según la cual
esta se dará a sí misma la autoridad de sacrificar otras vidas, en beneficio de
una idea de su propia soberanía. El estado de excepción es la normalización de
esta insoportable paradoja.
A
partir del siglo XIX, con el descubrimiento de la primera vacuna antivariólica
y los experimentos de Pasteur y Koch, la noción de inmunidad migra desde el
ámbito del derecho y adquiere una significación médica. Las democracias
liberales y patriarco-coloniales Europeas del siglo XIX construyen el ideal del
individuo moderno no solo como agente (masculino,blanco, heterosexual)
económico libre, sino también como un cuerpo inmune, radicalmente separado, que
no debe nada a la comunidad. Para Espósito, el modo en el que la Alemania nazi
caracterizó a una parte de su propia población (los judíos, pero también los
gitanos, los homosexuales, los personas con discapacidad) como cuerpos que
amenazaban la soberanía de la comunidad aria es un ejemplo paradigmático de los
peligros de la gestión inmunitaria. Esta comprensión inmunológica de la
sociedad no acabó con el nazismo, sino que, al contrario, ha pervivido en
Europa legitimando las políticas neoliberales de gestión de sus minorías
racializadas y de las poblaciones migrantes. Es esta comprensión inmunológica
la que ha forjado la comunidad económica europea, el mito de Shengen y las
técnicas de Frontex en los últimos años.
En
1994, en Flexible Bodies, la antropóloga de la Universidad de Princeton Emily
Martin analizó la relación entre inmunidad y política en la cultura americana
durante las crisis de la polio y el sida. Martin llegó a algunas conclusiones
que resultan pertinentes para analizar la crisis actual. La inmunidad corporal,
argumenta Martin, no es solo un mero hecho biológico independiente de variables
culturales y políticas. Bien al contrario, lo que entendemos por inmunidad se
construye colectivamente a través de criterios sociales y políticos que
producen alternativamente soberanía o exclusión, protección o estigma, vida o
muerte.
Si
volvemos a pensar la historia de algunas de las epidemias mundiales de los
cinco últimos siglos bajo el prisma que nos ofrecen Michel Foucault, Roberto
Espósito y Emily Martin es posible elaborar una hipótesis que podría tomar la
forma de una ecuación: dime cómo tu comunidad construye su soberanía política y
te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás.
Las
distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo individual las
obsesiones que dominan la gestión política de la vida y de la muerte de las
poblaciones en un periodo determinado. Por decirlo con términos de Foucault,
una epidemia radicaliza y desplaza las técnicas biopolíticas que se aplican al
territorio nacional hasta al nivel de la anatomía política, inscribiéndolas en
el cuerpo individual.
Al
mismo tiempo, una epidemia permite extender a toda la población las medidas de
“inmunización” política que habían sido aplicadas hasta ahora de manera
violenta frente aquellos que habían sido considerados como “extranjeros” tanto
dentro como en los límites del territorio nacional.
La
gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad y las
fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños de
omnipotencia (y los fallos estrepitosos) de su soberanía política. La hipótesis
de Michel Foucault, Roberto Espósito y de Emily Martin nada tiene que ver con
una teoría de complot. No se trata de la idea ridícula de que el virus sea una
invención de laboratorio o un plan maquiavélico para extender políticas todavía
más autoritarias. Al contrario, el virus actúa a nuestra imagen y semejanza, no
hace más que replicar, materializar, intensificar y extender a toda la
población, las formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya
estaban trabajando sobre el territorio nacional y sus límites. De ahí que cada
sociedad pueda definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse
frente a ella.
Pensemos,
por ejemplo, en la sífilis. La epidemia golpeó por primera vez a la ciudad de
Nápoles en 1494. La empresa colonial europea acababa de iniciarse. La sífilis
fue como el pistoletazo de salida de la destrucción colonial y de las políticas
raciales que vendrían con ellas. Los ingleses la llamaron “la enfermedad
francesa”, los franceses dijeron que era “el mal napolitano” y los napolitanos
que había venido de América: se dijo que había sido traída por los
colonizadores que habían sido infectados por los indígenas... El virus, como
nos enseñó Derrida, es, por definición, el extranjero, el otro, el extraño.
Infección sexualmente transmisible, la sífilis materializó en los cuerpos de
los siglos XVI al XIX las formas de represión y exclusión social que dominaban
la modernidad patriarcocolonial: la obsesión por la pureza racial, la
prohibición de los así llamados “matrimonios mixtos” entre personas de distinta
clase y “raza” y las múltiples restricciones que pesaban sobre las relaciones
sexuales y extramatrimoniales.
La
utopía de comunidad y el modelo de inmunidad de la sífilis es el del cuerpo
blanco burgués sexualmente confinado en la vida matrimonial como núcleo de la
reproducción del cuerpo nacional. De ahí que la prostituta se convirtiera en el
cuerpo vivo que condensó todos los significantes políticos abyectos durante la
epidemia: mujer obrera y a menudo racializada, cuerpo externo a las
regulaciones domésticas y del matrimonio, que hacía de su sexualidad su medio
de producción, la trabajadora sexual fue visibilizada, controlada y
estigmatizada como vector principal de la propagación del virus. Pero no fue la
represión de la prostitución ni la reclusión de las prostitutas en burdeles
nacionales (como imaginó Restif de la Bretonne) lo que curó la sífilis. Bien al
contrario.
La
reclusión de las prostitutas solo las hizo más vulnerables a la enfermedad. Lo
que curó la sífilis fue el descubrimiento de los antibióticos y especialmente
de la penicilina en 1928, precisamente un momento de profundas transformaciones
de la política sexual en Europa con los primeros movimientos de
descolonización, el acceso de las mujeres blancas al voto, las primeras
despenalizaciones de la homosexualidad y una relativa liberalización de la
ética matrimonial heterosexual.
Medio
siglo después, el sida fue a la sociedad neoliberal heteronormativa del siglo
XX lo que la sífilis había sido a la sociedad industrial y colonial. Los
primeros casos aparecieron en 1981, precisamente en el momento en el que la
homosexualidad dejaba de ser considerada como una enfermedad psiquiátrica,
después de que hubiera sido objeto de persecución y discriminación social
durante décadas. La primera fase de la epidemia afectó de manera prioritaria a
lo que se nombró entonces como las 4 H: homosexuales, hookers —trabajadoras o
trabajadores sexuales—, hemofílicos y heroin users —heroinómanos—. El sida
remasterizó y reactualizó la red de control sobre el cuerpo y la sexualidad que
había tejido la sífilis y que la penicilina y los movimientos de
descolonización, feministas y homosexuales habían desarticulado y transformado
en los años sesenta y setenta. Como en el caso de las prostitutas en la crisis
de la sífilis, la represión de la homosexualidad sólo causó más muertes. Lo que
está transformando progresivamente el sida en una enfermedad crónica ha sido la
despatologización de la homosexualidad, la autonomización farmacológica del
Sur, la emancipación sexual de las mujeres, su derecho a decir no a las
prácticas sin condón, y el acceso de la población afectada, independientemente
de su clase social o su grado de racialización, a las triterapias. El modelo de
comunidad/inmunidad del sida tiene que ver con la fantasía de la soberanía
sexual masculina entendida como derecho innegociable de penetración, mientras
que todo cuerpo penetrado sexualmente (homosexual, mujer, toda forma de
analidad) es percibido como
carente
de soberanía.
Volvamos
ahora a nuestra situación actual. Mucho antes de que hubiera aparecido la
Covid-19 habíamos ya iniciado un proceso de mutación planetaria. Estábamos
atravesando ya, antes del virus, un cambio social y político tan profundo como
el que afectó a las sociedades que desarrollaron la sífilis. En el siglo XV,
con la invención de la imprenta y la expansión del capitalismo colonial, se
pasó de una sociedad oral a una sociedad escrita, de una forma de producción
feudal a una forma de producción industrial esclavista y de una sociedad
teocrática a una sociedad regida por acuerdos científicos en el que las
nociones de sexo, raza y sexualidad se convertirían en dispositivos de control
necro-biopolítico de la población.
Hoy
estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una
sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una
economía inmaterial, de una forma de control disciplinario y arquitectónico, a
formas de control microprostéticas y mediático cibernéticas. En otros textos he
denominado farmacopornográfica al tipo de gestión y producción del cuerpo y de
la subjetividad sexual dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y
la subjetividad contemporáneos ya no son regulados únicamente a través de su
paso por las instituciones disciplinarias (escuela, fábrica, caserna, hospital,
etcétera) sino y sobre todo a través de un conjunto de tecnologías
biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de información.
En el ámbito de la sexualidad, la modificación farmacológica de la conciencia y
del comportamiento, la mundialización de la píldora anticonceptiva para todas
las “mujeres”, así como la producción de la triterapias, de las terapias
preventivas del sida o el viagra son algunos de los índices de la gestión
biotecnológica. La extensión planetaria de Internet, la generalización del uso
de tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial y de
algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de información a gran
velocidad y el desarrollo de dispositivos globales de vigilancia informática a
través de satélite son índices de esta nueva gestión semiotio-técnica digital.
Si las he denominado pornográficas es, en primer lugar, porque estas técnicas
de biovigilancia se introducen dentro del cuerpo, atraviesan la piel, nos
penetran; y en segundo lugar, porque los dispositivos de biocontrol ya no
funcionan a través de la represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino
a través de la incitación al consumo y a la producción constante de un placer
regulado y cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos mejor somos
controlados.
La
mutación que está teniendo lugar podría ser también el paso de un régimen
patriarco-colonial y extractivista, de una sociedad antropocéntrica y de una
política donde una parte muy pequeña de la comunidad humana planetaría se
autoriza a sí misma a llevar a cabo prácticas de predación universal, a una
sociedad capaz de redistribuir energía y soberanía. Desde una sociedad de
energías fósiles a otra de energías renovables. Está también en cuestión el
paso desde un modelo binario de diferencia sexual a un paradigma más abierto en
el que la morfología de los órganos genitales y la capacidad reproductiva de un
cuerpo no definan su posición social desde el momento del nacimiento; y desde
un modelo heteropatriarcal a formas no jerárquicas de reproducción de la vida.
Lo que estará en el centro del debate durante y después de esta crisis es
cuáles serán las vidas que estaremos dispuestos a sal
var
y cuáles serán sacrificadas. Es en el contexto de esta mutación, de la
transformación de los modos de entender la comunidad (una comunidad que hoy es
la totalidad del planeta) y la inmunidad donde el virus opera y se convierte en
estrategia política.
Inmunidad
y política de la frontera
Lo
que ha caracterizado las políticas gubernamentales de los últimos 20 años,
desde al menos la caída de las torres gemelas, frente a las ideas aparentes de
libertad de circulación que dominaban el neoliberalismo de la era Thatcher, ha
sido la redefinición de los estados-nación en términos neocoloniales e
identitarios y la vuelta a la idea de frontera física como condición del
restablecimiento de la identidad nacional y la soberanía política. Israel,
Estados Unidos, Rusia, Turquía y la Comunidad Económica Europea han liderado el
diseño de nuevas fronteras que por primera vez después de décadas, no han sido
solo vigiladas o custodiadas, sino reinscritas a través de la decisión de
elevar muros y construir diques, y defendidas con medidas no
biopolíticas,
sino necropolíticas, con técnicas de muerte.
Como
sociedad europea, decidimos construirnos colectivamente como comunidad
totalmente inmune, cerrada a Oriente y al Sur, mientras que Oriente y el Sur,
desde el punto de vista de los recursos energéticos y de la producción de
bienes de consumo, son nuestro almacén. Cerramos la frontera en Grecia, construimos
los mayores centros de detención a cielo abierto de la historia en las islas
que bordean Turquía y el Mediterráneo y fantaseamos que así conseguiríamos una
forma de inmunidad. La destrucción de Europa comenzó paradójicamente con esta
construcción de una comunidad europea inmune, abierta en su interior y
totalmente cerrada a los extranjeros y migrantes.
Lo
que está siendo ensayado a escala planetaria a través de la gestión del virus
es un nuevo modo de entender la soberanía en un contexto en el que la identidad
sexual y racial (ejes de la segmentación política del mundo patriarco-colonial
hasta ahora) están siendo desarticuladas. La Covid-19 ha desplazado las
políticas de la frontera que estaban teniendo lugar en el territorio nacional o
en el superterritorio europeo hasta el nivel del cuerpo individual.
El
cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder, como
centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo
territorio en el que las agresivas políticas de la frontera que llevamos
diseñando y ensayando durante años se expresan ahora en forma de barrera y
guerra frente al virus. La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde
las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado.
Lesbos
empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte,
empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo.Calais te explota ahora en la
cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo
tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel.
Se
reproducen ahora sobre los cuerpos individuales las políticas de la frontera y
las medidas estrictas de confinamiento e inmovilización que como comunidad
hemos aplicado durante estos últimos años a migrantes y refugiados —hasta
dejarlos fuera de toda comunidad—. Durante años los tuvimos en el limbo de los
centros de retención. Ahora somos nosotros los que vivimos en el limbo del
centro de retención de nuestras propias casas.
La
biopolítica en la era ‘farmacopornográfica’
Las
epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la inflexible
imposición de medidas extremas, son también grandes laboratorios de innovación
social, la ocasión de una reconfiguración a gran escala de las técnicas del
cuerpo y las tecnologías del poder.
Foucault
analizó el paso de la gestión de la lepra a la gestión de la peste como el
proceso a través del que se desplegaron las técnicas disciplinarias de
espacialización del poder de la modernidad. Si la lepra había sido confrontada a
través de medidas estrictamente necropolíticas que excluían al leproso
condenándolo si no a la muerte al menos a la vida fuera de la comunidad, la
reacción frente a la epidemia de la peste inventa la gestión disciplinaria y
sus formas de inclusión excluyente: segmentación estricta de la ciudad,
confinamiento de cada cuerpo en cada casa.
Las
distintas estrategias que los distintos países han tomado frente a la extensión
de la Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías biopolíticas totalmente
distintas. La primera, en funcionamiento sobre todo en Italia, España y
Francia, aplica medidas estrictamente disciplinarias que no son, en muchos
sentidos, muy distintas a las que se utilizaron contra la peste. Se trata del
confinamiento domiciliario de la totalidad de la población.
Vale
la pena releer el capítulo sobre la gestión de la peste en Europa de Vigilar y
castigar para darse cuenta que las políticas francesas de gestión de la
Covid-19 no han cambiado mucho desde entonces. Aquí funciona la lógica de la
frontera arquitectónica y el tratamiento de los casos de infección dentro de
enclaves hospitalarios clásicos. Esta técnica no ha mostrado aún pruebas de
eficacia total.
La
segunda estrategia, puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán, Singapur,
Hong-Kong, Japón e Israel supone el paso desde técnicas disciplinarias y de
control arquitectónico modernas a técnicas farmacopornográficas de
biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la detección individual del virus
a través de la multiplicación de los tests y de la vigilancia digital constante
y estricta de los enfermos a través de sus dispositivos informáticos móviles.
Los
teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en instrumentos
de vigilancia que permiten trazar los movimientos del cuerpo individual. No
necesitamos brazaletes biométricos: el móvil se ha convertido en el mejor
brazalete, nadie se separa de él ni para dormir. Una aplicación de GPS informa
a la policía de los movimientos de cualquier cuerpo sospechoso. La temperatura
y el movimiento de un cuerpo individual son monitorizados a través de las
tecnologías móviles y observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado
ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de ciberusuarios y
la soberanía es sobre todo transparencia digital y gestión de big data.
Pero
estas políticas de inmunización política no son nuevas y no han sido sólo
desplegadas antes para la búsqueda y captura de los así denominados
terroristas: desde principios de la década de 2010, por ejemplo, Taiwán había legalizado
el acceso a todos los contactos de los teléfonos móviles en las aplicaciones de
encuentro sexual con el objetivo de “prevenir” la expansión del sida y la
prostitución en Internet. La Covid-19 ha legitimado y extendido esas prácticas
estatales de biovigilancia y control digital normalizándolas y haciéndolas
“necesarias” para mantener una cierta idea de la inmunidad. Sin embargo, los
mismos Estados que implementan medidas de vigilancia digital extrema
no se plantean todavía prohibir el tráfico y el consumo de animales salvajes ni
la producción industrial de aves y mamíferos ni la reducción de las emisiones
de CO2.
Lo
que ha aumentado no es la inmunidad del cuerpo social, sino la tolerancia
ciudadana frente al control cibernético estatal y corporativo. La gestión
política de la Covid-19 como forma de administración de la vida y de la muerte
dibuja los contornos de una nueva subjetividad. Lo que se habrá inventado
después de la crisis es una nueva utopía de la comunidad inmune y una
nueva forma de control del cuerpo. El sujeto del technopatriarcado neoliberal
que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es intocable, no tiene manos. No
intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta de crédito. No
tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No
se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo.No tiene rostro, tiene
máscara. Su cuerpo orgánico se oculta para poder existir tras una serie
indefinida de mediaciones semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas
que le sirven de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la
máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente físico,
sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un pixel, una
cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que Amazon puede
enviar sus pedidos.
La
prisión blanda: bienvenido a la telerrepública de tu casa
Uno
de los desplazamientos centrales de las técnicas biopolíticas
farmacopornográficas que caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el
domicilio personal —y no las instituciones tradicionales de encierro y
normalización (hospital, fábrica, prisión, colegio)— aparece ahora como el
nuevo centro de producción, consumo y control biopolítico. Ya no se trata solo
de que la casa sea el lugar de encierro del cuerpo, como era el caso en la
gestión de la peste. El domicilio personal se ha convertido ahora en el centro
de la economía del teleconsumo y de la teleproducción. El espacio doméstico
existe ahora como un punto en un espacio cibervigilado, un lugar identificable
en un mapa google, una casilla reconocible por un dron.
Si
yo me interesé en su momento por la Mansión Playboy es porque esta funcionó en
plena guerra fría como un laboratorio en el que se estaban inventando los
nuevos dispositivos de control farmacopornográfico del cuerpo y de la
sexualidad que habrían de extenderse a la a partir de principios del siglo XXI
y que ahora se amplían a la totalidad de la población mundial con la crisis de
la Covid-19. Cuando hice mi investigación sobre Playboy me llamó la atención el
hecho de que Hugh Hefner, uno de los hombres más ricos del mundo, hubiera
pasado casi 40 años sin salir de la Mansión, vestido únicamente con pijama,
batín y pantuflas, bebiendo coca-cola y comiendo Butterfingers y que hubiera
podido dirigir y producir que la revista más importante de Estados Unidos sin
moverse de su casa o incluso, de su cama. Suplementada con una cámara de video,
una línea directa de teléfono, radio e hilo musical, la cama de Hefner era una
auténtica plataforma de producción
multimedia
de la vida de su habitante.
Su
biógrafo Steven Watts denominó a Hefner “un recluso voluntario en su propio
paraíso.” Adepto de dispositivos de archivo audiovisual de todo tipo, Hefner,
mucho antes de que existiera el teléfono móvil, Facebook o WhatsApp enviaba más
de una veintena de cintas audio y vídeo con consigas y mensajes, que iban desde
entrevistas en directo a directrices de publicación. Hefner había instalado en
la mansión, en la que vivían también una docena de Playmates,
un circuito cerrado de cámaras y podía desde su centro de control acceder a
todas las habitaciones en tiempo real. Cubierta de paneles de madera y con
espesas cortinas, pero penetrada por miles de cables y repleta de lo que en ese
momento se percibía como las más altas tecnologías de telecomunicación (y que
hoy nos parecerían tan arcaicas como un tam-tam), era al mismo tiempo
totalmente opaca, y totalmente transparente. Los materiales filmados por las
cámaras de vigilancia acababan también en las páginas de la revista.
La
revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró suponía, más allá la
transformación de la pornografía heterosexual en cultura de masas, la puesta en
cuestión de la división que había fundado la sociedad industrial del siglo XIX:
la separación de las esferas de la producción y de la reproducción, la
diferencia entre la fábrica y el hogar y con ella la distinción patriarcal
entre masculinidad y feminidad. Playboy acató esta diferencia proponiendo la creación
de un nuevo enclave de vida: el apartamento de soltero totalmente conectado a
las nuevas tecnologías de comunicación del que el nuevo productor semiótico no
necesita salir ni para trabajar ni para practicar sexo —actividades que,
además, se habían vuelto indistinguibles—. Su cama giratoria era al mismo
tiempo su mesa de trabajo, una oficina de dirección, un escenario fotográfico y
un lugar de cita sexual, además de un plató de televisión desde donde se rodaba
el famoso programa Playboy after dark. Playboy
anticipó los discursos contemporáneos sobre el teletrabajo, y la producción
inmaterial que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha transformado en un
deber ciudadano. Hefner llamó a este nuevo productor social el “trabajador
horizontal”. El vector de innovación social que Playboy puso en marcha era la
erosión (por no decir la destrucción) de la distancia entre trabajo y ocio,
entre producción y sexo. La vida del playboy, constantemente filmada y
difundida a través de los medios de comunicación de la revista y de la
televisión, era totalmente pública, aunque el playboy no saliera de su casa o
incluso de su cama. En ese sentido, Playboy ponía también en cuestión la
diferencia entre las esferas masculinas y femeninas, haciendo que el nuevo
operario multimedia fuera, lo que parecía un oxímoron en la época, un hombre
doméstico. El biógrafo de Hefner nos recuerda que este aislamiento productivo
necesitaba un soporte químico: Hefner era un gran consumidor de Dexedrina, una
anfetamina que eliminaba el cansancio y el sueño.
Así
que paradójicamente, el hombre que no salía de su cama, no dormía nunca. La
cama como nuevo centro de operaciones multimedia era una celda
farmacopornográfica: sólo podría funcionar con la píldora anticonceptiva,
drogas que mantuvieran el nivel productivo en alza y un constante flujo de
códigos semióticos que se habían convertido en el único y verdadero alimento
que nutría al playboy. ¿Les suena ahora familiar todo esto? ¿Se parece todo
esto de manera demasiado extraña a sus propias vidas confinadas? Recordemos
ahora las consignas del presidente francés Emmanuel Macron: estamos en guerra,
no salgan de casa y teletrabajen. Las medidas biopolíticas de gestión del
contagio impuestas frente al coronavirus han hecho que cada uno de nosotros nos
transformemos en un trabajador horizontal más o menos playboyesco. El espacio
doméstico de cualquiera de nosotros está hoy diez mil veces más tecnificado que
lo estaba la cama giratoria de Hefner en 1968. Los dispositivos de teletrabajo
y telecontrol están ahora en la palma de nuestra mano.
En
Vigilar y castigar, Michel Foucault analizó las celdas religiosas de encierro
unipersonal como auténticos vectores que sirvieron para modelizar el paso desde
las técnicas soberanas y sangrientas de control del cuerpo y de la subjetivad
anteriores al siglo XVIII hacia las arquitecturas disciplinarias y los
dispositivos de encierro como nuevas técnicas de gestión de la totalidad de la
población. Las arquitecturas disciplinarias fueron versiones secularizada de las
células monacales en las que se gesta por primera vez el individuo moderno como
alma encerrada en un cuerpo, un espíritu lector capaz de leer las consignas del
Estado. Cuando el escritor Tom Wolfe visitó a Hefner dijo que este vivía en una
prisión tan blanda como el corazón de una alcachofa.
Podríamos
decir que la mansión Playboy y la cama giratoria de Hefner, convertidos en
objeto de consumo pop, funcionaron durante la guerra fría como espacios de
transición en el que se inventa el nuevo sujeto prostético, ultraconectado y
las nuevas formas consumo y control farmacopornográficas y de biovigilancia que
dominan la sociedad contemporánea.
Esta
mutación se ha extendido y amplificado más durante la gestión de la crisis de
la Covid-19: nuestras máquinas portátiles de telecomunicación son nuestros
nuevos carceleros y nuestros interiores domésticos se han convertido en la
prisión blanda y ultraconectada del futuro.
Mutación
o sumisión
Pero
todo esto puede ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es precisamente
porque nuestros cuerpos son los nuevos enclaves del biopoder y nuestros
apartamentos las nuevas células de biovigilancia que se vuelve más urgente que
nunca inventar nuevas estrategias de emancipación cognitiva y de resistencia y
poner en marcha nuevos procesos antagonistas.
Contrariamente
a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la imposición de
fronteras o de la separación, sino de una nueva comprensión de la comunidad con
todos los seres vivos, de un nuevo equilibrio con otros seres vivos del
planeta. Necesitamos un parlamento de los cuerpos planetario, un parlamento no
definido en términos de políticas de identidad ni de nacionalidades, un
parlamento de cuerpos vivos (vulnerables) que viven en el planeta Tierra. El
evento Covid-19 y sus consecuencias nos llaman a liberarnos de una vez por
todas de la violencia con la que hemos definido nuestra inmunidad social. La
curación y la recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico negativo
de retirada de lo social, de cierre de la comunidad. La curación y el cuidado
sólo pueden surgir de un proceso de transformación política. Sanarnos a
nosotros mismos como sociedad significaría inventar una nueva comunidad más
allá de las políticas de identidad y la frontera con las que hasta ahora hemos
producido la soberanía, pero también más allá de la reducción de la vida a su
biovigilancia cibernética. Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta,
frente al virus, pero también frente a lo que pueda suceder, significa poner en
marcha formas estructurales de cooperación planetaria. Como el virus muta, si
queremos resistir a la sumisión, nosotros también debemos mutar.
Es
necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada. Debemos
reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas y de sus
dispositivos farmacopornográficos. En primer lugar, es imperativo cambiar la relación
de nuestros cuerpos con las máquinas de biovigilancia y biocontrol: estos no
son simplemente dispositivos de comunicación. Tenemos que aprender colectivamente
a alterarlos. Pero también es preciso desalinearnos. Los Gobiernos llaman al
encierro y al teletrabajo. Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización
y al telecontrol.
Utilicemos
el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y
resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos
los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente
a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene.
Tomado de: Sopa de Wuhan. Editorial: ASPO (Aislamiento
Social Preventivo y Obligatorio) 188
páginas 1.a edición: marzo 2020.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home