Coronavirus: del miedo a la esperanza
Por: William Ospina
Parecen cosas que solo ocurren en los cuentos. Tener que quedarse
forzosamente en casa, volver a alternar con los hijos, trabajar a
distancia, consumir apenas lo indispensable, tratar de tener reservas de
las cosas más básicas, querer respirar aire puro, esquivar las
aglomeraciones, temer los contactos. Que de pronto se cierren las
escuelas, se clausure el comercio, se cancelen los espectáculos, se
paralicen las fábricas. Que de un momento a otro las economías se
hundan, las monedas colapsen, los transportes se interrumpan, ¿qué nos
dice la Tierra con todo esto?
Cuando se presentó la última gran pandemia, la de la gripe española de
1918, no se le experimentó de la misma manera. Era un hecho planetario,
pero había que vivirla como un hecho local en todas partes. Ahora, por
primera vez, sentimos que nos está ocurriendo lo mismo en el planeta
entero. Esta sociedad ultrainformada y ultraglobalizada nos está
brindando esa experiencia nueva de compartir la curiosidad, el miedo y
la fragilidad de toda la humanidad, nos está haciendo comportar como
especie.
Es extraño sentir por primera vez (porque antes fue distinto, y lo
vivieron otros) que el tejido de la civilización se conmueve y parece
vacilar. Casi nos alcanza el recuerdo de esos viejos oráculos que
descifraban señales en el vuelo de las aves, mensajes en los hechos de
la naturaleza y en las tragedias de la historia. Ya nada parece azaroso,
ni siquiera las formas de las nubes, y al fin se nos revela cuán
conectados estamos, de qué manera asombrosa está entretejido este mundo.
Entonces cada uno de nosotros se pregunta cuál es el mensaje.
¿Que somos muchos ya? ¿Que devorar animales es dañino? ¿Que la mayor
parte de los afanes del mundo son vanos? ¿Que la lentitud y la soledad
son preferibles? ¿Que las ciudades, más allá de ciertos límites
civilizados, son un error y una trampa? ¿Que el modelo económico en que
vivimos no solo es desigual e injusto, sino absurdo y asombrosamente
frágil? ¿Que las corporaciones pueden derrumbarse con la misma facilidad
que los seres humanos? ¿Que lo que llamamos el poder es una brizna de
hierba al viento de la historia? ¿Que así como Ricardo al final estaba
dispuesto a cambiar su reino por un caballo, hay un momento en que
cambiaríamos todas nuestras riquezas por un poco de aire puro en los
pulmones, por un sorbo de agua en la garganta?
Todo viene a recordarnos que podemos vivir sin aviones, pero no sin
oxígeno. Que los que más trabajan por la vida y por el mundo no son los
gobiernos, sino los árboles. Que la felicidad es la salud, como quería
Schopenhauer. Que, como dijo un latino, la religión no es arrodillarse,
rezar y suplicar, sino mirarlo todo con un alma tranquila. Que si los
humanos trabajamos día y noche por enrarecer la vida, por intoxicar el
aire, por arrinconar al resto de los vivientes, por alterar los ritmos
de la naturaleza, por destruir su equilibrio, el mundo tiene un saber
más antiguo, un sistema de climas que se complementan, de vientos que
arrasan, de catástrofes compensatorias, de silencios forzosos, de
quietudes obligatorias, ejércitos invisibles que trazan líneas rojas,
neutralizan los daños, controlan los excesos, imponen la moderación y
equilibran la tierra.
Después de siglos de atesorar nuestro conocimiento, de valorar nuestro
talento, de venerar nuestra audacia, de adorar nuestra fuerza, llega la
hora en que también nos toca ponderar nuestra fragilidad, estimar
nuestro asombro, respetar nuestro miedo.
También hay algo poético en el miedo: nos enseña los límites de la
fuerza, el alcance de la audacia, el valor verdadero de nuestros
méritos. Como el mar, sabe decirnos dónde hay algo que nos supera. Como
la gravedad, nos muestra qué poderes están sobre nosotros. Como la
muerte y como el cuerpo mismo, nos dice qué mandatos no podemos violar,
qué no está permitido, qué frontera es sagrada. Y no lo hace con
admoniciones ni discursos ni amenazas, sino con un lenguaje sin
palabras, eficiente y sutil como un oráculo, que obra “sin lástima y sin
ira”, como dijo un poeta, y que es luminoso e inflexible, como una
llama.
Pero si el miedo es una reacción ante las amenazas del mundo, la
angustia es una reacción ante las amenazas de la mente y de la
imaginación. Hace evidente el misterio del mundo, aviva la memoria y sus
fantasmas, revela la eficacia de lo invisible, el poder de lo
desconocido.
Dicen que lo que no nos destruye nos hace más fuertes. Esa inminencia
del desastre pone también un toque de magia aciaga en lo que parecía
controlado, un sabor de alucinación en los días, suelta una ráfaga de
locura sobre todo lo establecido, un destello de Dios en la prosa del
mundo.
Y sentimos que hay algo que aprender de estas alarmas y peligros. Si
todo lo más firme se conmociona, nos enseñan que todo puede cambiar, y
no necesariamente para mal. Que si la tormenta lo estremece todo,
nosotros también podemos ser la tormenta. Y que en el corazón de las
tormentas también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino
un sentimiento y una idea.
En esa pausa de paciencia y de miedo ganan nuevo sentido las
meditaciones de Hamlet y los delirios de don Quijote, los consejos de
Cristo y las preguntas de Sócrates, los sueños de Scheherezada y la
embriaguez de Omar Kayam. Si hay un mundo cansado y enfermo que cruje y
se derrumba, tiene que haber un mundo nuevo que se gesta y que nos
desafía.
Queremos de pronto decir como Barba Jacob: “¡Dadme vino y llenemos de
gritos las montañas!”. Queremos decir, como Nietzsche: “Y que todos los
días en que no hayamos danzado por lo menos una vez se pierdan para
nosotros, y que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo
cuando menos una alegría”.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home