domingo, diciembre 11, 2011

Presentación de Clinamen. Octavio Armand.


Johan Gotera

Suele pensarse el exilio como un desplazamiento en el espacio, en la geografía, de un país a otro, pero Octavio Amand ha dicho que él practica una forma de exilio distinta, un exilio en el tiempo, por lo que solía exiliarse indistintamente en la época homérica o en el siglo XVII, dependiendo del ánimo. Creo que hay que tener en cuenta estos desplazamientos en el tiempo para comprender mejor su poesía y lo que a continuación voy a leer:

Mi primer encuentro con Octavio Armand ocurrió frente a un cadáver. Estábamos en una sala de disección clandestina presidida por Andrea Vesalio -rapaz anatomista del siglo XVI-, específicamente, en el quinto de los libros de su De humani corporis fabrica, obra que Armand acababa de citar para su ensayo “América como mundus mínimus”, el cual yo, a su vez, citaba para referirme al cuerpo en la novelística de Severo Sarduy, otro deslumbrante escritor cubano. Desde entonces y sin saberlo, la amistad de Octavio me aguardaba en un futuro perfecto, es decir, en una mesa rodeada por pequeñas palmeras tropicales en el café Danubio, donde tarde a tarde habríamos de reunirnos para regresar a Cuba, siempre y por retazos: a su guerra de independencia o a la etapa insurreccional revolucionaria, a la espesa manigua de los héroes o a los intemporales patios de la provincia cubana.

Luego de frecuentar su obra, supe que aquel primer encuentro en donde Vesalio practicaba la autopsia se convertiría en una eficiente clave de lectura para su poesía. Supe que su gramática tenía las propiedades de una disección. Supe que en su empeño por llegar al corazón de la lengua, el poeta estaba dispuesto a producir heridas en el cuerpo del lenguaje para mostrarnos su sintaxis interna. Con pasión anatómica, el poeta parecía escribir con instrumento punzante, como si la escritura fuera producida por un bisturí que cavara las letras sobre la página en blanco. La hoja de papel como la camilla donde va a explorarse hasta las vísceras el cuerpo de un reciente cadáver.

Al igual que Vesalio, quien descubrió un espacio inesperado al abrir el cuerpo y mostrar su fábrica, el poeta abre la página para enseñar, con las manos manchadas de tinta, la fábrica del poema, su mecanismo interior e incluso sus patologías y entrañas. A partir de esa visión tan descarnada, me fue posible ver la poesía con ojos propios, con menos ingenuidad y saludable suspicacia.

En su obra, el idioma ha sido deshollado; los diccionarios, decapitados; de ahí que podamos ver en ella el escenario de un sacrificio y de un desmantelamiento. Todo su esfuerzo creador parece resumirse en el intento de sacar a la poesía de sus límites, desplazándola hacia otras disciplinas, de ahí que su escritura tenga algo de matemática experimental y mucho de geometría suicida, y esté más cerca de la filosofía natural que de la estética. O como diría él: más cerca de la mosca que del cisne. (Armand tal vez sea el único poeta que al pararse frente al espejo ve una naturaleza muerta).

No exagero al decir que en este poeta se conjugan el aliento del arqueólogo y del geómetra, del patólogo y del orfebre, del relojero demente y del gramático salvaje. Su poesía parece empeñada en desbordar los sistemas de medición, empezando por el propio lenguaje, como hemos sugerido, ese falible instrumento con que creemos gobernar el mundo. El tiempo con sus relojes, por ejemplo, será un artefacto efímero para hacer morir el instante. Para entender el comportamiento del tiempo en sus libros, que el lector se ponga el reloj que encontrará en la página 16 de Clinamen: “Son las doce y media desde hace rato. Roto, vencido otra vez por la memoria, el reloj parece una ruina. Otra víctima del tiempo”, dice. O que atienda las advertencias de la página 93: “Cuando el día tiene 24 horas / muchas cosas suceden al revés”. Y si quisiera pulsar el tono con que se ha escrito toda su obra, vaya directamente a la página 37 a contemplar la agonía de “El pulpo” -título del poema-, uno de los curiosos animales que junto a la araña, el alacrán o la hormiga, convierten su poesía en zoología. El poema tiene un aire de sacrificio: un pescador va saliendo del mar con un pulpo todavía vivo aferrado al arpón que lo mata. El poema describirá la estampa por etapas: la primera descripción será un guiño a Velásquez, una transfiguración mítica y barroca del pescador que surge del mar. En el párrafo siguiente, encontramos una relectura de la misma escena, ahora como descripción desengañada. El poeta mira de nuevo la estampa del pescador y advierte ahora que “no hay transfiguración posible. Aquí el mediodía es reacio a los rituales de la metáfora barroca y socarrona; y obliga al paso breve y a la sombra”, anota. Es decir, el poema ha desarrollado un aspecto crítico frente al mito y la gloria del paisaje que daba fuerza al primer párrafo. Podemos decir entonces que el poema produce su propio comentario para someterse a una autocrítica literaria. “Se trata de un pescador, punto”, aclara el poema, “Ni más ni menos. Lo llamativo es su pequeña presa, que muestra con manifiesto desdén. Un trofeo afanoso y convulso, como si de la carne que peinaba las mareas quedaran solo palpitaciones, latidos”.

Pero además de elaborar su propia crítica, el poema tiene algo más que entregarnos. Curiosamente, lo que sigue en los párrafos finales rebasa el cuestionamiento que hace el poema de sí mismo y nos entrega ahora una inesperada estampa autobiográfica del escritor: el pulpo, que en otro poema es descrito como un calígrafo, es decir, como un escritor, “Pulpos de fugaz caligrafía” (p. 78), nos dice, está abrazado ahora al arpón que lo mata. “Aferrarse a la muerte para aferrase a la vida, intentar sin respiro el añil de la fuga. La lejanía del esdrújulo”, dice el poeta, y añade: “Así sobrevive: desgarrándose hasta los fósiles”, “Mordido por la muerte, mordiéndola. En su tinta”. Creo que la fuerza empleada por ese pulpo para aferrase a la vida mientras muere nos da la mejor descripción de las exigentes condiciones de escritura que ha elegido Octavio Armand frente a la poesía, y nos cede, además, una imagen exacta de lo que ha sido su contienda particular por vencer los límites del lenguaje. Así ha escrito él, como ese animal reluciente exiliado de su hábitat que por vivir de nuevo se aferra a la intensidad que lo mata. Así ha hecho su obra, mordiendo su lengua para decir más, para mentir menos, como el pulpo que antes de morir entrega su excepcional testimonio de tinta.


Caracas, 08-12-11